El caballete:

Escritura semanal de pequeñas historias por un grupo de personas con mucha imaginación y poco tiempo libre.


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Un rincón lejano


El aire roza mi rostro, arremolina mi cabello y llena sin vacilación mi pecho. Hermosos paisajes pasan junto a mi, como si de antiguas obras de arte en un museo se tratase, la verdad es que ni la mejor de las pinturas podría superar estos paisajes. Los humildes cafetales, las casas dispersas unidas mágicamente por un hilo de gentileza que compensa los esfuerzos y las dificultades de cualquier viajero. Sonrisas frescas y sinceras, buñuelos de plátano dulce, manos dispuestas a ayudar a quien sea. La mas calida de las bienvenidas a estos desconocidos, como gesto de gratitud por haber pensado en ellos. Una despedida apresurada por otros y un deseo inmenso de haber hecho muchísimo más de lo que se hizo. Menos de 1 día junto a personas maravillosas que merecen mucho más pero que viven agradecidos por ser quienes son. En retrospectiva pienso todo esto, pienso inevitablemente en las diferencias entre nuestra ciudad y su campo, entre la civilización que ellos conforman y lo salvajes que aquí podemos llegar a ser. Espero poder volver pronto, espero haber aprendido aunque sea un poco de ese maravilloso rincón.
r.asuaje

cuento: metrópolis de perfección

Tema: viaje
Palabras: antigüedad, compensar, pienso.


“Querida Claire:
Disculpa que no te haya escrito tan frecuentemente como hubiese querido; pero la monotonía que ha recaído en mis días y noches me ha impedido ser capaz de llenar algún papel con un par de hechos mencionables. Incluso ahora no he podido evitarlo, así que notarás que esta carta, lejos de anecdótica, es tan solo un compendio de mis divagaciones más recurrentes.
Los vuelos que realicé no tuvieron nada de particular, fueron tranquilos; y a su vez interrumpidos por pausas en lustrosos y bulliciosos aeropuertos, todos similares y plateados, con abundantes avisos de direcciones y pancartas publicitarias; rodeando infinitas hileras de sillas solitarias.
¿Alguna vez has pensado qué es lo que causa la hipnotizante tristeza de observar el paisaje fuera de la ventanilla mientras se suele pensar una sarta de estupideces que suele parecernos en ese momento altamente trascendentales? Sean montañas, postes eléctricos o el contorno de un planeta azul, el efecto siempre es el mismo.
Y hoy estoy aquí, en una ciudad perfecta. Todo te lo ofrece, transporte, estudio, trabajo, diversión. ¿Quieres teatros? Hay cientos; ¿Quieres cine? Hay miles; ¿quieres un café? Hay millones de combinaciones posibles en millones de potenciales tiendas. Todos estos lugares rodean las calles donde sus transeúntes no saben lo que buscan. A diario observo como la antigüedad y el modernismo conviven sobre los adoquines. Esta ciudad toma además lo mejor del resto del mundo, lo combina con lo mejor de su cultura y nacen muchas caras de la sociedad, y allí está la ciudad ofreciéndotelas en panfletos; escoge la que gustes, puedes elegir.
Pero para mí en esta metrópolis de perfección solo veo reflejada mi propia insatisfacción. Disculpa mi negatividad Claire, sé que me regañarías, pero no me interesa tener millones de teatros; ni regodearme de tomar un café excéntrico que igual me sabe mal. Cambiaría todo este orden y variedad a cambio de vivir en la ciudad más imperfecta a tu lado. En lugar de asistir a un espléndido parque de diversiones totalmente solo; preferiría escuchar tu risa en una interminable cola de banco. Cambiaría mil cenas en un lujoso restaurant a cambio de volver a vivir alguno de los días que quemaste algún intento de postre en mi cocina. Simplemente hay cosas que un lugar geográfico no puede compensar.
Claire, ¿Quieres saber por qué cuando viajamos tenemos esa mirada a través de la ventana? A veces pienso que se debe a no sabemos lo que buscamos; si lo supiésemos, quizás miraríamos al frente.
                                                                                                                                             Tuyo,
                                                                                                                                                    Adolf.”
Adolf acabó de releer su carta. Dobló el papel en su mano con cuidado, hasta convertirlo en un pequeño avión. Desde lo alto de un mirador al mar lo aventó.

Escrito por Daya.dmg

Una carta, tal vez

Debieron haber sido demasiadas horas de viaje, o tal vez el traqueteo de las ruedas de metal duro chocando incesantemente con las vías, pero para el final del almuerzo había caído en cama, despertaría sudando horas más tarde en un catre oloroso con la tarde rosa en los ojos, llegaba tarde a la cena tres vagones adelante del suyo, y se dispuso a vestirse para acompañar al resto de los pasajeros. Este trecho del viaje era el más largo y el más frio, cruzarían la sierra casi interminable de montañas que habían estado surcando el horizonte todo el día de ayer, por un estrecho corredor dispuesto precisamente para el paso del tren que cruzaría esa pared de piedra y hielo, al fin vería el mar del norte y sabría si las historias de sirenas y ricos mercaderes no eran solo el invento de un tío con demasiada imaginación, “Mi nuevo horizonte” le llamaba. Toda su vida había vivido en la ciudad, leyendo en libros y viendo las fotos de las revistas que mostraban el último pedazo de mundo aun preservado en la antigüedad.
Salió de su habitación vestido de forma casual, con los mismos zapatos demasiado grandes que uso durante el último año en el colegio, se dirigió al vagón próximo, aquel repleto de sillas cómodas y ventanales grandes frente a mesitas diminutas para poner el café, perfecto para leer, siempre y cuando uno pudiese ignorar el fortísimo rugido del metal contra el metal que pareciera nunca terminaría. Al llegar sus ojos se posaron sobre el mismo punto de siempre, la silla donde cada tarde se sentaba una damita de apenas once años con su gata de pelos grises y rayas negras que siempre se quedaba mirándolo como atónita, como riéndose de un secreto que solo existía detrás de sus ojos y que le acusaba de ignorante; era siempre un sentimiento perturbador. Pero en ese momento la niña de cabellos cobrizos y rulos maltrechos no estaba ahí; en todo este viaje tan solo la esperanza de ver su nuevo horizonte y de poder compartir la tarde con tan delicada criatura le hacía soportar el dormir en un cuartucho y comer de la extraña comida que servían en aquel tren. Ella le recordaba a la suya propia, a Ofelia quien dejo atrás para cumplir con su deber, aquella para la cual escribía cartas que depositaba con amor en cada estación, contándole de la música de los rieles, de festines imposibles, de un gato risueño que parecía flotar entre bocanadas de la pipa de piratas filósofos que nunca encontraban la isla del tesoro, de miles de sueños diseñados para inculcar moral y la importancia de la fé, de lo imposible que es huir de uno mismo.
Pero en su lugar, estaba tan solo esa gata, desgarrando con sus uñas la lana del cojín, y mirándolo como siempre, con esa sonrisa invisible de alguien que disfruta en silencio de un acto de crueldad, al menos eso pensó él, mientras el nudo en el estomago se cerraba un poco más, como cada vez que sentía el sobre de sus cartas chocar con el fondo del buzón cada uno una marca de la lejanía de su hogar y de otro trecho terminado en su viaje, pensamiento que compensaba en alguna medida su necesidad.
Me temo urgido a pensar, a adivinar un destino y camino para este viajero, a exigirme un propósito y mensaje que enviar en sus cartas, lo imagino a él y a su gata, su horizonte y cualesquiera que quiera yo sean su verdad, a ilustrar su terror y su pasión, pero me encuentro desarmado al enfrentarme al papel y la infinitud de su blancura como retándome a equivocarme, ¿Cómo trazar líneas sobre los copos de nieve sin robarles su singularidad? ¿Cómo emprender el viaje para Ofelia y honrarla en palabras?
Escrito por Simón Blasco

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