El caballete:

Escritura semanal de pequeñas historias por un grupo de personas con mucha imaginación y poco tiempo libre.


Una carta, tal vez

Debieron haber sido demasiadas horas de viaje, o tal vez el traqueteo de las ruedas de metal duro chocando incesantemente con las vías, pero para el final del almuerzo había caído en cama, despertaría sudando horas más tarde en un catre oloroso con la tarde rosa en los ojos, llegaba tarde a la cena tres vagones adelante del suyo, y se dispuso a vestirse para acompañar al resto de los pasajeros. Este trecho del viaje era el más largo y el más frio, cruzarían la sierra casi interminable de montañas que habían estado surcando el horizonte todo el día de ayer, por un estrecho corredor dispuesto precisamente para el paso del tren que cruzaría esa pared de piedra y hielo, al fin vería el mar del norte y sabría si las historias de sirenas y ricos mercaderes no eran solo el invento de un tío con demasiada imaginación, “Mi nuevo horizonte” le llamaba. Toda su vida había vivido en la ciudad, leyendo en libros y viendo las fotos de las revistas que mostraban el último pedazo de mundo aun preservado en la antigüedad.
Salió de su habitación vestido de forma casual, con los mismos zapatos demasiado grandes que uso durante el último año en el colegio, se dirigió al vagón próximo, aquel repleto de sillas cómodas y ventanales grandes frente a mesitas diminutas para poner el café, perfecto para leer, siempre y cuando uno pudiese ignorar el fortísimo rugido del metal contra el metal que pareciera nunca terminaría. Al llegar sus ojos se posaron sobre el mismo punto de siempre, la silla donde cada tarde se sentaba una damita de apenas once años con su gata de pelos grises y rayas negras que siempre se quedaba mirándolo como atónita, como riéndose de un secreto que solo existía detrás de sus ojos y que le acusaba de ignorante; era siempre un sentimiento perturbador. Pero en ese momento la niña de cabellos cobrizos y rulos maltrechos no estaba ahí; en todo este viaje tan solo la esperanza de ver su nuevo horizonte y de poder compartir la tarde con tan delicada criatura le hacía soportar el dormir en un cuartucho y comer de la extraña comida que servían en aquel tren. Ella le recordaba a la suya propia, a Ofelia quien dejo atrás para cumplir con su deber, aquella para la cual escribía cartas que depositaba con amor en cada estación, contándole de la música de los rieles, de festines imposibles, de un gato risueño que parecía flotar entre bocanadas de la pipa de piratas filósofos que nunca encontraban la isla del tesoro, de miles de sueños diseñados para inculcar moral y la importancia de la fé, de lo imposible que es huir de uno mismo.
Pero en su lugar, estaba tan solo esa gata, desgarrando con sus uñas la lana del cojín, y mirándolo como siempre, con esa sonrisa invisible de alguien que disfruta en silencio de un acto de crueldad, al menos eso pensó él, mientras el nudo en el estomago se cerraba un poco más, como cada vez que sentía el sobre de sus cartas chocar con el fondo del buzón cada uno una marca de la lejanía de su hogar y de otro trecho terminado en su viaje, pensamiento que compensaba en alguna medida su necesidad.
Me temo urgido a pensar, a adivinar un destino y camino para este viajero, a exigirme un propósito y mensaje que enviar en sus cartas, lo imagino a él y a su gata, su horizonte y cualesquiera que quiera yo sean su verdad, a ilustrar su terror y su pasión, pero me encuentro desarmado al enfrentarme al papel y la infinitud de su blancura como retándome a equivocarme, ¿Cómo trazar líneas sobre los copos de nieve sin robarles su singularidad? ¿Cómo emprender el viaje para Ofelia y honrarla en palabras?
Escrito por Simón Blasco

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